En el centro de valencia, en la popular calle de la Nau, esta el Real Colegio Seminario del Corpus Christi también conocido como la Iglesia del Patriarca, llamado así por que se construyo a instancias del Patriarca San Juan de la Ribera.
La Iglesia del Patriarca es un edificio del siglo XVI construido con influencias del renacimiento
italiano, en el, hay un seminario, una iglesia y un museo.
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El dragón del Patriarca |
Creo que todos los nacidos en Valencia, sabemos que en el vestíbulo del edificio esta disecado el famoso “dragón”. En realidad el “dragón” es un caimán. Empecemos por la realidad, para pasar a la leyenda y después analizaremos el sentido de la leyenda.
El caimán fue un regalo del virrey del Perú Don Juan de Mendoza y Luna al Patriarca San Juan de la Ribera en homenaje a la fundación del Colegio-Seminario.
La leyenda, cuenta que un dragón amenazaba a los valencianos que incautos se acercaban al río Túria sin prevención, los habitantes que se aproximaban a las orillas, eran temerosos de ser mutilados -cuando no comidos- por las fauces de la bestia. Un día un joven, armado con su astucia, se enfrentó al dragón con una lanza y un traje realizado de espejos. El dragón, unos dicen que por la luminosidad del traje y otros por que al verse contemplado con horror, se paralizó, dando tiempo al héroe de asestar un lanzazo a la bestia causándole la muerte.
Otra leyenda, a colación de la primera, es que el “dragón” apareció en la riada de 1957 y que el héroe en realidad era un preso que pidió su libertad a cambio de enfrentarse con la bestia.
El origen de la leyenda no puede ser mas documentado, es un cuento del insigne escritor Vicente Blasco Ibáñez, llamado “El dragón del Patriarca”, publicado en el diario Pueblo el 6 de enero de 1901.
El cuento, sin embargo, tiene su interés esotérico, no olvidemos que Blasco Ibáñez fue un masón de alto grado, ademas, el texto del cuento es distinto a las formas y estilos del genial escritor. Sabedor de la existencia del caimán del Patriarca, siendo el caimán simbolo de silencio, incluyó gran cantidad de elementos simbólicos en el texto: puertas, calaveras, judíos, don de lenguas, coqueteo con la muerte, brujería, la leyenda de Sigfrido, y ¡como no!, ciertos paralelismos a San Jorge.
El cuento
completo de Blasco Ibáñez:
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Blasco Ibáñez |
Era
cuando Valencia tenía un perímetro no mucho más grande que los
barrios tranquilos, soñolientos y como muertos que rodean la
Catedral. La Albufera, inmensa laguna casi confundida con el mar,
llegaba hasta las murallas; la huerta era una enmarañada marjal de
juncos y cañas que aguardaba en salvaje calma la llegada de los
árabes que la cruzasen de acequias grandes y pequeñas, formando la
maravillosa red que transmite la sangre de la fecundidad; y donde hoy
es el Mercado extendíase el río, amplio, lento, confundiendo y
perdiendo su corriente en las aguas muertas y cenagosas.
Las
puertas de la ciudad inmediatas al Turia permanecían cerradas los
más de los días, o se entreabrían tímidamente para chocar con el
estrépito de la alarma apenas se movían los vecinos cañaverales. A
todas horas había gente en las alamedas, pálida de emoción y
curiosidad, con el gesto del que desea contemplar de lejos algo
horrible y al mismo tiempo teme verlo.
Allí,
en el río, estaba el peligro de la ciudad, la pesadilla de Valencia,
la mala bestia cuyo recuerdo turbaba el sueño de las gentes
honradas, haciendo amargo el vino y desabrido el pan. En un ribazo,
entre aplastadas marañas de juncos, un lóbrego y fangoso agujero, y
en el fondo, durmiendo la siesta de la digestión, entre peladas
calaveras y costillas rotas, el dragón, un horrible y feroz
animalucho, nunca visto en Valencia, enviado, sin duda, por el Señor
?según decían las viejas ciudadanas- para castigo de pecadores y
terror de los buenos.
¡Qué
no haría la ciudad para librarse de aquel vecino molesto que tuebaba
su vida...! Los mozos bravos de cabeza ligera ?y bien sabe el diablo
que en Valencia no faltaban- excitábanse unos a otros y echaban
suertes para salir contra la bestia, marchando a su encuentro con
hachas, lanzas, espadas y cuchillos. Pero apenas se aproximaban a la
cueva del dragón, sacaba éste el morro, se ponía en facha para
acometer, y partiendo en línea recta, veloz como un rayo, a este
quiero y al otro no, mordisco aquí y zarpazo allá, desbarataba el
grupo; escapaban los menos, y el resto paraba en el fondo del negro
agujero, sirviendo de pasto a la fiera para toda la semana.
La
religión, viniendo en auxilio de los buenos y recelando las
infernales artes del Maléfico en esta horrorosa calamidad, quiso
entrar en combate con la bestia; y un día, el clero, con su obispo a
la cabeza, salió por las puertas de Valencia, dirigiéndose
valerosamente al río con gran provisión de latines y agua bendita.
La muchedumbre contemplaba ansiosa desde las murallas la marcha lenta
de la procesión, el resplandor de las bizantinas casullas con sus
fajas blancas orladas de negras cruces, el centellear de la mitra de
terciopelo rojo con piedras preciosas y el brillo de los lustrosos
cráneos de los sacerdotes.
El
monstruo, deslumbrado por este aparato extraordinario, les dejaba
aproximarse; pero pasada la primera impresión, movió sus cortas
patas, abrió la boca como bostezando, y esto basto para que todos
retrocediesen con tanta prudencia como prisa, precaución feliz a la
que debieron los valencianos que la fiera no se almorzara medio
cabildo.
Se
acabó. Todos reconocían la imposibilidad de seguir luchando con tal
enemigo. Había que esperar a que el dragón muriese de viejo o de un
hartazgo; mientras tanto, que cada cual se resignara a morir devorado
cuando le llegara el turno.
Acabaron
por familiarizarse con aquel bicho ruin como con la idea de la
muerte, considerándolo una calamidad inevitable, y el valenciano que
salía a trabajar sus campos, apenas escuchaba ruido cerca de la
senda y veía ondear la maleza, murmuraba con desaliento y
resignación:
-Me
tocó la mala. Ya está ahí ese.
Siquiera que acabe pronto y no me haga sufrir.
Como
ya no quedaban hombres que fuesen en busca del dragón, este iba al
encuentro de la gente, para no pasar hambre en su agujero. Daba la
vuelta a la ciudad, se agazapaba en los campos, corría los caminos,
y muchas veces, en su insolencia, se arrastraba al pie de las
murallas y pegaba el hocico a las rendijas de las fuertes puertas,
atisbando si alguien iba a salir.
Era
un maldito que parecía estar en todas partes. El pobre valenciano,
al plantar el arroz encorvándose sobre la charca, sentía en lo
mejor de su trabajo algo que le acariciaba por cerca de la espalda, y
al volverse tropezaba con el morro del dragón, que se abría y se
abría como si la boca le llegase a la cola, y ¡zas! De un golpe lo
trituraba. El buen burgués que en las tardes de verano daba un
paseíto por las afueras, veía salir de entre los matorrales una
garra rugosa que parecía decirle: ¡Hola,
amigo!,
y con un zarpazo irresistible se veía arrastrado hasta el fondo del
fangoso agujero, donde la bestia tenía su comedor.
A
medio día, cuando el dragón, inmóvil en el barro como un tronco
escamoso, tomaba el sol, los tiradores de arco, apostados entre dos
almenas, le largaban certeros saetazos. ¡Tontería! Las flechas
rebotaban sobre el caparazón y el monstruo hacía un ligero
movimiento, como si entorno de él zumbase un mosquito.
La
ciudad se despoblaba rápidamente, y hubiese quedado totalmente
abandonada a no ocurrírseles a los jueces sentenciar a muerte a
cierto vagabundo, merecedor de horca por delitos que llamaron la
atención en una época en que se mataba y robaba sin dar a esto otra
importancia que la de naturales desahogos.
El
reo, un hombre misterioso, una especie de judío, que había
recorrido medio mundo y hablaba en idiomas raros, pidió gracia. Él
se encargaría de matar al dragón a cambió de rescatar su vida.
¿Convenía el trato...?
Los
jueces no tuvieron tiempo para deliberar, pues la ciudad les aturdió
con su clamoreo. Aceptado, aceptado; la muerte del dragón bien valía
la gracia de un tuno.
Le
ofrecieron para su empresa las mejores armas de la ciudad; pero el
vagabundo sonrió desdeñosamente, limitándose a pedir algunos días
para prepararse. Los jueces, de acuerdo con él, dejáronle encerrado
en una casa, donde todos los días entraban algunas cargas de leña y
una regular cantidad de vasos y botellas recogidos en las principales
casas de la ciudad. Los valencianos agolpábanse en torno de la casa,
contemplando de día el negro penacho de humo y por la noche el
resplandor rojizo que arrojaba la chimenea. Lo misteriosos de los
preparativos dábales fe. ¡Aquel brujo si que mataba al dragón...!
Llegó
el día del combate, y todo el vecindario se agolpó en las murallas,
anhelante y pálido de ansiedad. Colgaban sobre las barbacanas
racimos de piernas; agitábanse entre las almenas inquietas masas de
cabezas.
Se
abrió cautelosamente un postigo, dejando sólo espacio para que
saliera el combatiente, y volvió a cerrarse con la precipitación
del miedo. La muchedumbre lanzó una exclamación de desaliento.
Aguardaba algo extraordinario en el paladín misterioso, y le veía
cubierto con un manto y un capuchón de lana burda, sin más arma que
una lanza... ¡Otro al saco! Aquel judío se lo engullía la
malhadada bestia en un avemaría.
Pero
él, insensible al general desaliento, marchaba el línea recta hacia
la cueva. Justamente, el dragón hacía días que estaba rabiando de
hambre. Qudábase la gente en la ciudad, y la fiera ayunaba, rugiendo
al husmear el rebaño humano guardado por las fuertes murallas.
Vieron
todos como al aproximarse el vagabundo asomaba por el embudo de barro
el picudo morro de la fiera y sus rugosas patas delanteras. Después,
con un pesado esfuerzo, sacó del agujero el corpachón escamoso por
cuyo interior había pasado media Valencia.
¡Brrrr!
Y rugiendo de hambre, abrió una bocaza que, aun vista de lejos, hizo
correr un estremecimiento por las espaldas de todos los valencianos.
Pero al mismo tiempo ocurrió una cosa portentosa. El combatiente
dejó caer la capa al suelo y la capucha, y todo el pueblo se llevó
las manos a los ojos como deslumbrado. Aquel hombre era un ascua
luminosa, una llama que marchaba rectamente hacia el dragón, un
fantasma de fuego que no podía ser contemplado más de un segundo.
Iba cubierto con una vestimenta de cristal, con una armadura de
espejos en la que se reflejaba el sol, rodeándole con un nimbo de
deslumbrantes rayos.
La
bestia, que iba a lanzarse sobre él, parpadeó temblorosa,
deslumbrada, y comenzó a retroceder.
El
vagabundo avanzaba arrogante y seguro de la victoria, como en la
leyenda wagneriana el valeroso Sigfrido marchaba al encuentro del
dragón Fafner.
Los
rayos de la armadura anonadaban a la fiera. Su espantable figura,
reproducida en la coraza, en el escudo, en todas las partes de la
armadura con infinito espejismo, la turbaban, obligándola a
retroceder. Al fin, cegada, confusa, presa del mareo de lo
desconocido, se dejó caer en su agujero, y con un supremo esfuerzo,
por conservar su prestigio, abrió la bocaza para rugir ¡Brrrr!
¡Allí
de la lanza! La hundió toda en las horribles fauces del deslumbrado
monstruo, repitiendo los golpes entre los aplausos de la muchedumbre
que saludaba cada metido como una bendición de Dios. Los chorros de
sangre negra y nauseabunda mancharon la límpida armadura, y
enardecidos por la agonía del enemigo, todos los vecinos salieron al
campo. Hubo algunos que por llegar antes se arrojaron de cabeza desde
las murallas, siendo con esto las postreras víctimas del dragón.
Todos
querían ver de cerca al monstruo y abrazar al matador.
¡Se
salvó Valencia! Desde aquel día comenzó a vivir tranquila.
De
tan memorable jornada no ha quedado el nombre del héroe, ni siquiera
su maravillosa armadura de espejos. Sin duda se la rompieron en plena
ovación, al llevarle triunfante de abrazo en abrazo.
Pero
quedaba el dragón, con su vientre atiborrado de paja, por donde
pasaron muchos de nuestros abuelos.
Y
quien dude de la veracidad del suceso, no tiene más que asomarse al
atrio del Colegio del Patriarca, que allí está la malvada bestia
como irrecusable testigo.
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